Fuerte como la muerte


Era la mañana del jueves santo del año 2016. Amaneció nublado. Las tres niñas miraban caricaturas mientras yo aspiraba la casa, y mi marido leía. Hacia las 11 am sonó el interfón; seguridad anunciaba que el señor Gabriel quería verme. Intenté sacar de mi memoria alguna pista que me sugiriera la identidad de la extraña visita, pero no encontré nada. “¿Qué Gabriel?” le pregunté. “No sé señora. Dice que conoció a su padre, que estuvo con él cuando murió y que tiene algo importante que decirle”. Sentí una descarga helada que recorrió mi espalda. Le pedí al policía que lo hiciera esperar en la entrada del fraccionamiento. Saqué a mi esposo de sus páginas y le pedí que me acompañara un momento, que había una visita muy extraña esperándome.

El señor Gabriel fumaba un cigarro, con el rostro intensamente sombrío. Tenía alrededor de 60 años. En su semblante se leía una vida gastada en el dolor. Su mirada transparentaba sabiduría. “Hola María” me dijo sereno. “Tu no me conoces, pero yo estuve junto a tu padre cuando murió. Te tenía apretada contra su pecho. He guardado para mí ese momento. Nunca lo he podido compartir, ni siquiera con el psiquiatra, pero no puedo contenerlo más. Es necesario que conozcas la verdad. ¿Puedo pasar un momento a tu casa?”. ¿Cómo sabe mi nombre?, pensé. Me quedé perpleja. Volteé a ver a mi marido con mirada interrogativa. Me respondió con un asentimiento imperceptible. “Vamos adentro” le dije a Gabriel.

Nos sentamos los tres en la sala. Cerré la puerta del cuarto en el que las niñas veían la televisión. Sin saber qué decir le ofrecí un café o un vaso de agua. Aceptó un café. “María –comenzó– tu padre entregó su vida por ti. Vives de su vida. Éramos vecinos en Polanco. Nos tocó vivir juntos el terremoto del 85. La tierra se enfureció y nos devoró con sus fauces poderosas. Pero el amor de tu padre se mostró más fuerte: te llevaba en brazos con tal entereza, que no había parte de él que no estuviera protegiéndote; soberano, se colocaba delante del animal feroz como quien no cede terreno. Estabas totalmente envuelta en él. En su mirada se leía una intención: no estaba dispuesto a que la ira de la tierra te hiciera un solo rasguño. 



Cuando un padre mira a su pequeño en peligro, deja de pertenecerse a sí mismo; su vida se interpone como escudo poderoso entre el hijo y la muerte, como un blindaje amasado con amor obstinado. Mientras el edificio se derrumbaba, se oían sus gritos que suplicaban a Dios por tu vida. El Señor escuchó su oración entrañable. Y no podría ser de otro modo. Los gemidos de un padre taladran los oídos de Dios, que sabe lo que significa ser padre. Entre escombros tan amontonados que impedían ver la luz del día, se escuchaban tus llantos de pequeña asustada. Estabas a punto de cumplir tres. Llorabas, y tu padre lloraba con tus lágrimas. “¡Ayuda! – gritaba – Por favor; tengo una niña de 3 años”. Nadie respondía. Se escuchaba un silencio sepulcral y el agua que fluía de una tubería rota. María: uno nunca sabrá lo que es el terror y la angustia hasta que no escuche gritos como los de tu padre. No sabía cómo verte sufrir. Nada en él le permitía resignarse al peligro que corrías. No dejaba de gritar. Su garganta estaba derrotada, y cada lágrima tuya lo golpeaba como una flagelo. Yo lo escuchaba a unos 15 metros, pero no podía responder. Tenía una columna sobre el pecho que sofocaba mi exhalación. Conseguí arrastrarme hasta quedar a unos dos metros de ustedes. ‘Aquí estoy amigo’, le dije. Ante su dolor no podía decir otra cosa. No existe consuelo para dolores como el de él. Sólo lloraba, y cada vez que le hablaba, lloraba más. Intentaba decirme algo, pero el llanto le ahogaba las palabras”.

Lo que decía Gabriel me lastimaba como dardos filosos. No sabía nada de la muerte de mi padre. Me habían dicho que murió en el terremoto, y que yo había logrado sobrevivir milagrosamente. Pero la viveza de lo que escuchaba me conmovió hasta las lágrimas. Me encantaba mi padre. Muchas veces lo miro en fotos y sueño con hablar con él. Qué guapo era. No guardo ningún recuerdo de mi tiempo con él. Me he formado una fantasía a partir de las fotos y los videos que guardó mi madre. Papá, ¡cuánto me amaste! Después de un silencio largo, Gabriel continuó. Su voz temblaba.

“Te habías quedado dormida, y verte en paz le devolvió un poco de serenidad. Finalmente me habló: “mi hija no puede morir, mi niña no va a morir. Tengo que sacarla de aquí”. Con mucho cuidado te preparó un rincón más o menos cómodo para que descansaras tranquila, y comenzó a intentar remover escombros. Aplicaba tanta fuerza, que no lograba permanecer en silencio. Gritaba con el rostro rojo como el fuego, y dejaba de esforzarse cuando veía que el ruido te despertaba. Al pasar de las horas su cuerpo cedió. Estaba exhausto. Recobraba un poco de fuerza y lo intentaba una y otra vez. Luego abandonaba el intento y se volvía contigo para consolarte. ‘¿Dónde está mi mamá?, le decías. Tengo hambre’. ‘Tranquila pequeña, papi está contigo’ decía sin cesar. ‘En un ratito más nos van a sacar de aquí’. Cuántos besos te daba: parecía como si quisiera darte vida a través de ellos. Con qué ternura te apretaba contra su corazón. Se había convertido en una madre. Al anochecer no le quedaban más fuerzas para continuar el intento de liberarse de los escombros. Tú ya no parabas de llorar. Llorabas y llorabas. El hambre y la sed se habían vuelto insoportables. Conseguí acercarme a la tubería rota para obtener un poco de agua. ¡Qué gozo! podíamos beber hasta hartarnos. Engañábamos al hambre bebiendo agua. Al oscurecer nos envolvió un negro absoluto. Éramos la mismísima noche. El sonido del agua nos arrullaba y conseguía relajarnos un poco. Hubo silencio. Una hora de silencio. Caímos dormidos. De pronto me despertó tu padre: “Gabriel, tengo un problema. Tengo que ir al baño”. No podía moverse. “Ya no lo aguanto más”, me dijo, “tendré que hacerme en los pantalones”. No lo pudo evitar. Tú no habías tenido ese problema aún, porque todavía llevabas el pañal puesto, y yo tenía más movilidad. Pero tu padre estaba encarcelado entre escombros. Inmóvil y humillado tuvo que ceder. Pronto el olor se volvió aberrante.”

Mi esposo escuchaba con los ojos hundidos en el infinito, como si se hubiera adentrado en una realidad virtual. En silencio apretaba mi mano. En los momentos más dramáticos del relato, me sostenía con más fuerza. Pedí un momento. Me sentía mareada. Gabriel bebía su café sin decir palabra, esperándome pacientemente. “Continúa por favor”, dije con voz baja.

Al amanecer, el agua ya no podía seguir engañando al estómago. Necesitábamos comer. Habíamos pasado 24 horas bajo tierra. Tú llorabas y te quejabas. Tu padre lloraba contigo. Ya no decía nada. Sólo lloraba y te contenía en sus brazos maternales. “Estás pálida, mi princesa, mi pequeña hermosa. Qué pálida estás”, susurraba para sí. Miraba en todas direcciones con la esperanza de encontrar una rata, o algo que le sirviera para darte alimento. No había nada, pero la intensidad de su angustia y el delirio del hambre le hacían actuar impulsivamente, sin razones. No había ratas. No había nada. Nuestros cuerpos estaban saturados de agua y clamando intensamente por alimento. Tú ya no tenías fuerza. Yacías inmóvil en tu rincón gimiendo despacio y continuamente. La cantidad de agua que consumíamos nos hacía orinar sin parar. Pero el olor ya no molestaba. El rugido del hambre lo había hecho imperceptible. Por la noche habíamos llegado al extremo de morder trozos de madera y masticar pedazos de ropa. Arrancamos algunas tiras de piel de un cinturón y las comimos. Pero tus dientecitos de niña no lograban desgarrar el cuero. Llorabas, gemías, dormías. Y tu padre buscaba ratas como en un delirio. 

Por la mañana apenas te movías. Ya no te quejabas. Yacías rendida. Aquello devastó a tu padre. “Mírala Gabriel – decía –, no puede más. Necesita comer. Tiene que comer”. Comenzó a explorar el terreno como buscando ratas otra vez, pero no eran ratas lo que quería: “pásame ese vidrio”, me ordenó enérgico. “¿Para qué quieres un vidrio?”, contesté. Pensaba que podría estar pensando en cometer una estupidez: “aguanta un poco más”, le supliqué, “nos deben estar buscando”. “Dame el vidrio, Gabriel”, repitió “no me pienso suicidar, mi hija me necesita”. Me convenció. Le acerqué un cristal filoso. Desgarró sus pantalones con tanta fuerza, que el filo de la herramienta le despellejó la mano. Me quedé atónito cuando ví que rebanaba su pierna mientras mordía un madero para sofocar el grito de dolor. “¿Qué estás haciendo?, grité”. Sus ojos reflejaban un tormento insoportable. Tenía el semblante desfigurado. No me respondió. Sólo temblaba.”

Gabriel encendió un cigarro, se quitó los anteojos y se sacudió los ojos con las yemas. Tardó un par de minutos en recuperar su semblante. Continuó.

“En la mano derecha apretaba el vidrio manchado de sangre. Tenía la palma rebanada. La herida de los dedos dejaba ver parte del hueso. Y no. Tu padre no había perdido el juicio, como pensé al principio. El amor estaba abriéndose paso para mostrarse con todos sus matices. ‘¿Tienes un encendedor?’, me preguntó. Sin atreverme a decir palabra, le pasé el que llevaba en los bolsillos. Tenía el gas hasta el tope. Con curiosidad esperaba a ver lo que haría con él. Tu padre no fumaba. ¿Para qué quería un encendedor? Puso un pequeño trozo de carne sobre el vidrio, de su carne, de su muslo, de su cuerpo… Al cabo de unos segundos la carne cruda liberaba un olor exquisito. Quizá el hambre había sobreexcitado mi sentido del olfato. No lo sé. Pero  mi imaginación se fue a un día de campo colorido, en compañía de la familia y los amigos. La carne estaba lista en la parrilla, asada, jugosa. En medio de las risas en el campo, a cierta distancia se escuchaban los gemidos de un alma en pena. Era tu padre que no soportaba el dolor de sus heridas. Tomó la carne cocida y la desmenuzó en pequeñísimas y delicadas fibras. Se volvió hacia ti lleno de ternura. Su rostro doloroso se transfiguró en el de un padre amoroso. Sus ojos cristalinos te gritaban un amor inefable. Acercó a tu boquita una fibra de carne y dijo susurrando: “come mi pequeña”.

Las horas que siguieron fueron una larga agonía. Se hizo llagas por todo el cuerpo. Intenté disuadirlo. “No lo hagas”, le dije; "con agua podemos aguantar algunos días”. Parecía no escucharme. Ante mi insistencia, respondió finalmente: “es posible que sobrevivamos, pero ella no lo puede lograr. Mírala, apenas está consciente”. Estaba determinado. Obtuvo carne de todos sus miembros. Por momentos parecía como muerto. El dolor le causaba desmayos. Al volver en sí, preparaba tu alimento; te servía un banquete. Era amor lo que comías, era vida lo que te daba, era sí mismo que se desangraba para vivir en ti. No tardó en llenarse de infecciones. A la mañana siguiente no quedaba en él nada sano. Habían pasado cuatro días. Buscaba en su cuerpo partes que no estuvieran infectadas, pero cada vez era más difícil. Quería obtener los trocitos más suaves y limpios. Cuando se terminó el gas del encendedor, comiste su carne cruda. Él y yo moríamos de hambre; llegué a desear tomar pedazos de lo que era tuyo. Lo único que me detenía era el respeto a su sacrificio. ¿Cómo iba yo a profanar ese amor? Lo que pasó después apenas lo recuerdo, como entre sueños. Sólo tú tenías fuerza; de él y de mí quedaba una vaga impresión de la realidad.

Su cuerpo te vitalizó. Despertabas por breves instantes. Tu padre los aprovechaba para cantarte y cubrirte de besos. Hizo esfuerzos heroicos para ocultarte su dolor. No quería angustiarte. Por la noche ya no respondía. Lo lloraste. Le dijiste “papá, papi, despierta”. Algo de vida quedaba en él, porque cuando le hablabas apenas movía la cabeza. La última vez que despertó fue cuando escuchó que los topos se acercaban. No quería dejar la vida hasta no verte a salvo. Les gritó con voz fuerte, “por aquí, mi niña, aquí estamos”. Dios le dio la gracia de poder darte la bendición antes de verte ir a salvo con el equipo de rescate. Sus lágrimas rociaron tu carita y te dio un último beso. Alcancé a ver una sonrisa esbozada en su rostro demacrado. 

Gabriel agachó la cabeza y guardó silencio. Sentí una mezcla de gozo y dolor. Abandoné el mundo por unos 10 minutos y sentí la presencia de mi padre en mi fondo más íntimo. Vivía de su vida, de su don. En mi corazón palpitaban sus latidos, en mis venas corría su sangre, éramos una sola carne, un solo cuerpo unido en el amor. Le hablé, le agradecí, le confesé mi conmoción. No hay amor más grande que dar la vida. Yo estaba muerta y ahora vivo; vivo porque me amó hasta el extremo. Sacó de su pecho todos los tesoros de un padre y me los dio en alimento. Silencio y gratitud. Silencio. Eucharistia.

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