La historia doliente nos hace capaces de Dios



El hombre es capaz de Dios. ¿Hay misterio más grande? ¿Cómo una creatura finita puede ser capaz de la infinitud del Creador? El relato de la creación es, sin duda, un manifestación portentosa del poder de Dios, que es capaz de crear a partir de la nada por medio de la palabra. Pero más portentosa manifestación de poder es la capacidad para hacer a una de sus creaturas capaz de Sí. Dios hace un despliegue colorido y creativo de su omnipotencia para elevar al hombre hasta hacerlo apto para recibir su don: crea al hombre con ciertas facultades, le infunde espíritu, lo redime, le da la vida de la gracia, etc. En esta breve exposición nos fijaremos apenas en algunos aspectos de ese despliegue en el contexto de la historia de la salvación.
El catecismo nos enseña que “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada”.[1] El hombre, por medio de la adopción divina, ha sido constituido en heredero digno de la vida bienaventurada de Dios. Pero, ¿en qué consiste esa vida bienaventurada?
En el libro XII de la Metafísica, Aristóteles nos presenta la vida y la actividad como realidades inseparables. Por eso defiende que Dios no es un mero ser pasivo y estático, sino que actúa, pues su perfección radica en su actualidad pura, en su enérgeia, que es una actividad incesante. La actividad de Dios, sin embargo, no es la acción de un sujeto, sino que es el sujeto mismo. La vida de Dios y Dios son la misma realidad.
Dios, simplicidad inmutable, unidad pura entre esencia y existencia, es su misma vida, y esa vida es la herencia del hombre. Dicho de otro modo, Dios creó al hombre para hacerlo partícipe de sí mismo y para hacer de sí mismo un don para el hombre. De ahí que el hombre haya sido creado a imago Dei, a imagen y semejanza de Dios.
Cuando uno quiere compartir su alegría, lo hace con alguien semejante a sí mismo. Tiene que haber una proporción entre ambos. Nadie se acercaría a una silla para compartir con ella el gozo del nacimiento de un niño. La silla no es capaz de compartir y experimentar esa alegría. Por eso, cuando Dios quiso crear a alguien para compartir su vida bienaventurada, no hizo sillas, sino hombres y mujeres, y los hizo a su imagen y semejanza, para que fueran capaces de Él, capaces Dei. Esto significa que lo ha dotado de espíritu, por lo que es capaz de conocerse, de poseerse y de ofrecerse libremente como don.
En el Evangelio de San Juan se nos revela la profundidad de lo que significa participar de la vida bienaventurada de Dios. En la oración sacerdotal, Cristo implora al Padre vida eterna para los suyos, y hace explícito el significado de su petición: “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo”.[2] “Conocer a Dios – explica el cardenal Schönborn – significa vivir. Este conocimiento de Dios es el fin de nuestras vidas. En las Sagradas Escrituras ese fin también se expresa como ‘ver a Dios’”.[3] El hombre, pues, fue creado para ver a Dios, con todo lo que eso implica.
Dios se comunica a sí mismo para que el hombre tenga una experiencia plena de Él. Este comunicarse de Dios se lleva a cabo en la historia de la salvación. En palabras de Juan Pablo II: “La historia de la salvación es la comunicación que Dios hace de sí mismo, gradualmente, a la humanidad, la cual alcanza su clímax en Jesucristo”.[4] En Jesucristo, Dios se revela de tal modo que no le queda nada por mostrar ni por entregar. El Dios en salida llega hasta el final del camino. Pareciera, sin embargo, que el hombre no tiene las condiciones necesarias para deleitarse en el don de Dios, pues, aún conociendo la historia de la salvación, experimenta su incapacidad para asimilarla. Por eso es pertinente replantear el sentido y el alcance de lo que significa ser capax Dei y cómo se relaciona con la historia de la salvación.
San Juan ha dicho, con una simpleza inaudita, quién es ese Dios que Cristo nos ha dado a conocer: “Dios es amor”.[5] Y es ese al Dios que necesitamos ver para alcanzar la plenitud. La historia de la salvación aporta del modo más realista posible, con hecho y palabra, el contenido que revela la radicalidad del amor de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.[6] La medida del amor de Dios es la entrega radical de sí mismo por medio de su Hijo. Después de Cristo, no hay más amor que dar.  En Cristo, todo ha sido puesto a la vista, no sólo a través de palabras, sino con historia viva. Sin embargo, el hombre, que tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye, tiene que ser preparado para gozar del amor inefable de Dios. De ahí que la historia de la salvación no sólo presente hechos que realizan la revelación, sino que educa gradualmente al hombre para relacionarse adecuadamente con ellos y asimilarlos plenamente. Por esta razón podemos afirmar que la historia de la salvación también colabora en hacernos capaces Dei.
El panorama histórico al que Dios se enfrenta para revelarse está marcado por el pecado. La reflexión sobre el misterio del mal fue para San Agustín un camino doloroso que lo llevó a desarrollar la doctrina del pecado original; es tan fructífera, que la Iglesia la reconoce ahora como una doctrina esencial de la fe.[7] Dios no es autor del mal, pero sí lo permite, y pudo haber sido de otro modo. En palabras de Agustín: “[el Señor], siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existiese algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso que pudiese sacar bien del mismo mal”.[8] Si Dios ha permitido el mal, es porque misteriosamente puede servirse de él para que la creación llegue a su plenitud definitiva. La historia de la salvación, que convive con la realidad del pecado, servirá para hacer al hombre capax Dei.
Dice San Pablo en la carta a los Romanos que “Dios encerró a todos en la desobediencia, para tener misericordia de todos”.[9] El texto griego utiliza el término “synekleisen”, que es un verbo activo. Esto no significa que Dios sea autor de la desobediencia, sin embargo su aceptación de la misma es activa. Conociendo las características de su diseño antropológico, es consciente de su inminente rebeldía. Y la acepta, porque le ofrece un escenario en el cual puede mostrar su amor como misericordia. La misericordia, dice Juan Pablo II, es el amor que “se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la « condición humana » histórica, que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad del hombre, bien sea física, bien sea moral”.[10] La misericordia es el amor que se revela, cuando “revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre”.[11] Si el pecado no hubiera ocurrido, Dios podría manifestar su amor del modo que mejor le placiera. Sin embargo, el escenario de una humanidad doliente y sometida a las consecuencias del mal, le ofrece un panorama exquisito para manifestarse según el modo propio de la misericordia. Explica San Agustín que el mal, “bien ordenado y colocado en su lugar, hace resaltar más eminentemente el bien, de tal modo, que agrada más y es más digno de alabanza si lo comparamos con las cosas malas”.[12]
Descubrir a Dios como amor resulta, pues, más exquisito en contraste con el telón de fondo del pecado. Se hace más agradable y digno de alabanza. Podemos decir, por eso, que la historia sufriente de la humanidad sometida al mal y al dolor, facilita una experiencia del amor de Dios específica, que permite ser apreciada con una nitidez inigualable. El Señor se sirve del pecado para desplegar una historia salvífica que nos moldea para ser más capaces Dei.
Ver a Dios significa conocerlo como es, es decir, como amor, lo cual implica tener una vivencia de ese amor. En el mundo, una primera aproximación a la revelación mediante la que Dios se muestra, es la fe. Mediante ella llegamos a conocer, de modo limitado, pero verdadero, a Dios. De esa fe surge la esperanza porque no es sólo aceptar un contenido o un cuerpo de información, sino que ese contenido ofrece una nueva base existencial que transforma el presente. Por eso, en palabras de Benedicto XVI, la fe no es sólo informativa, sino performativa.[13] A través de ella se experimenta desde el presente, aunque de modo incompleto, la misericordia de Dios que se ha manifestado, y la certeza de una promesa futura; por la fe se hacen “presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera”.[14] Ahora bien, precisamente porque la esperanza genera en el creyente un dinamismo en tensión entre lo que se vive ya pero no todavía, se hace necesaria una espera paciente. Esa “desconocida realidad conocida”, aunque ya se degusta como alegría presente bajo la forma de la esperanza, se vuelve objeto de profundo anhelo. Antes de entrar en la tierra prometida, el creyente debe soportar un intenso deseo de lo que apenas ha visto entre sombras. “Queridísimos – nos dice el apóstol Juan – ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es”. El creyente sabe que su destino está conquistado, porque Dios quiere ser visto y está trabajando en cada uno para hacerlo semejante a Él, radicalmente capax Dei.[15]
El tiempo de la fe, sin embargo, es provisional. Supone una visión incompleta, destinada a terminar en el momento definitivo. “Siempre estamos llenos de buen ánimo –dice el Apostol – aun sabiendo que mientras moramos en el cuerpo, estamos en destierro lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión”.[16] A pesar de los límites de nuestra fe, esperamos esa visión que desde ahora vislumbramos: “ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara”.[17] El camino de la fe y la esperanza, prepara nuestro corazón para ese momento.
Pero ¿por qué Dios nos hace anhelarlo en la fe? San Agustín logró ver con buenos ojos el drama de la espera: “Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don].”[18] Toda la historia de la salvación, desde el pecado con sus funestas consecuencias, hasta la manifestación del poder de Dios en el Crucificado, es un proceso pedagógico que esculpe al hombre para crear en él el corazón que se necesita para ver a Dios cara a cara, para que sus ojos sean capaces de deleitarse en el resplandor infinito de su Rostro. Por eso nos exhorta San Pablo a crecer en paciencia que descansa en la confianza de un Dios providente.: “nosotros, que poseemos ya los primeros frutos del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo. Porque hemos sido salvados por la esperanza. Ahora bien, una esperanza que se ve no es esperanza; pues ¿acaso uno espera lo que ve? Por eso, si esperamos lo que no vemos, lo aguardamos mediante la paciencia”.[19]
El contexto específico de nuestra historia doliente, es apropiado para despertar en el corazón del hombre una conciencia intensa del amor de Dios mediante la paciencia. John Henry Newman explicaba en uno de sus sermones que “no podemos amar a Cristo si no sentimos una entrañable gratitud hacia Él; y no podemos sentir la gratitud que le debemos si no somos vivamente conscientes de lo que Él sufrió por nosotros”.[20] Benedicto XVI lo explica de otro modo: “Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este « antes » de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta”.[21] El amor que surge del hombre para Dios, es un amor de gratitud, que requiere esencialmente una experiencia de la gratuidad primera del amor de Dios. Por eso dice Newman que no somos capaces de responder adecuadamente a Dios sin una conciencia viva de la cruz, que es el trono definitivo del amor de Dios. Hablamos ahora, no ya del amor de Dios al hombre, sino de la respuesta del hombre. Ver a Dios y degustar su amor no es un momento de mera pasividad, pues esa vivencia suscita en nosotros una respuesta de gratitud, que implica a todas las facultades del hombre. A su vez, la correspondencia al amor nos hace progresivamente más capaces de comprender el amor recibido. En otras palabras, cuando se vive el amor de Dios y surge de esa misma experiencia un amor como respuesta, crece la comprensión del amor recibido, porque cuando uno ama en primera persona, y en sus propios pies dimensiona la experiencia del sacrificio, entiende mejor lo que implica ser amado. Este dinamismo vivo introduce al hombre en un espiral virtuoso que incesantemente acrecienta la comprensión intelectual y existencial del don de Dios, es decir, purifica continuamente su corazón y lo conduce hacia una unidad plena con Jesucristo. El que contempla al Crucificado, entra en ese movimiento que le convierte en amante en la medida en que se experimenta como amado. Resuenan las palabras del Señor que nos anticipa el modo de ganarse nuestros corazones, que no es la vía de la violencia y la coacción, sino la de la seducción delicada: “cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”.[22] Por eso, para entrar en la fuente de la infinita Misericordia de Dios, es necesario adentrarse en el misterio de la Cruz.

Ésta es una reflexión incompleta… Segunda parte pendiente.

Siguientes temas a tratar:
- Gracia
- Espíritu Santo
Dimensión eclesial
- Liturgia









[1] CIC, 7.
[2] Jn 17:3.
[3] SCHÖNBORN, CH., Living the Catechism of the Catholic Church: The Creed, trans. David Kipp, vol. 1, San Francisco, Ignatius Press, 1995, 9. Traducción mía.
[4] JOHN PAUL II, Audiences of Pope John Paul II, Vatican City, Libreria Editrice Vaticana, 2014.
[5] 1 Jn 4:8.
[6] Jn 3:16.
[7] Cf. CIC, 385-390.
[8] AGUSTÍN, Enquiridión, XI.
[9] Rom 11:32.
[10] JUAN PABLO II, Dives in Misericordia, 3.
[11] JUAN PABLI II, Dives in Misericordia, 6.
[12] AGUSTÍN, Enquiridión, XI.
[13] Cf. BENEDICTO XVI, Spe Salvi, 10ss.
[14] BENEDICTO XVI, Spe Salvi, 7.
[15] 1 Jn 3:2.
[16] 2 Cor 5:6-7.
[17] 1 Cor 13:12.
[18] Citado en: BENEDICTO XVI, Spe Salvi, 33.
[19] Rom 8:23-25.
[20] NEWMAN, J. H., Parochial and Plain Sermons 7, 133.
[21] BENEDICTO XVI, Deus Caritas Est, 17.
[22] Juan 12:32.





Comentarios

Anónimo dijo…
Muy buen artículo!!!

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