Un reloj sin relojero


Fragmento de la nota técnica de la clase Dios o nada.

Imaginemos que el universo tiene la forma de un reloj despertador. Imaginemos también que no existe un relojero, es decir, que aquel reloj ha adquirido esa forma sin ninguna intención de ningún artífice. Ahora bien, por no llevar una intención, no se puede decir que el reloj sirva para dar la hora, pues nadie lo ha dispuesto así para dar la hora. Su forma de reloj es un accidente que proviene del azar. Por pura casualidad se ordenaron así las piezas, pero sin ningún para qué; solamente porque sí. En un escenario semejante, no sería posible decir que aquello es efectivamente un reloj, pues en realidad no sirve para dar la hora; contar el tiempo no es su razón de ser. Sería como una madera que parece silla, pero no es silla en realidad, porque no existe un carpintero, ni tampoco alguien que pueda sentarse en ella. Nuestro universo, entonces, simplemente parecería un reloj, pero no sería tal: no tendría un para qué, ni un significado, ni una razón de ser. Si nos preguntáramos qué pieza es más importante, la manecilla o la patita que lo mantiene de pie, no tendríamos ningún criterio para ponderar las piezas; ambas serían igual de insignificantes, pues el “reloj” no pretende dar la hora, no pretende hacer nada, no existe para nada. Sólo en un escenario en el que efectivamente aquello no sólo pareciera un reloj, sino que fuera efectivamente un reloj, podríamos decir que la manecilla es más relevante que la patita, porque el reloj puede seguir cumpliendo su fin sin la primera, pero no sin la segunda. 

Si el cosmos simplemente hubiera estado ahí siempre en forma de materia y energía, pero nadie lo hubiera creado con ninguna intención, no habría causas extrínsecas. El cosmos no tendría un artífice y, por lo tanto, su realidad no llevaría ninguna intención (hasta donde sabemos, las cosas llevan una intención en la medida en que un agente inteligente les imprime un sentido); sería como aquella cosa que parece reloj pero no es reloj, porque no tiene ningún significado. Para que algo tenga significado, tiene que tener un fin, y para que tenga un fin, su artífice debe haberlo causado con una intención, a partir de la cual obtiene su razón de ser. Si renunciamos a Dios como causa eficiente del cosmos, renunciamos también a la teleología del universo. En otras palabras, si nadie hizo al universo para algo, el universo simplemente está ahí para nada. Y si una realidad no tiene una razón de ser, sus partes tampoco la tienen. Tú y yo, que somos partes del cosmos, no tendríamos ningún propósito; seríamos insignificantes, carentes de sentido, absurdos. Cuando alguien te pregunte qué sentido tiene tu vida, bien puedes responderle: ninguno, mi vida no tiene sentido. 

Un día le pregunté a un alumno de derecho durante la clase: 

– “¿Para qué estás ahí sentado escuchando mi clase?” 
– “Para pasar el examen”, me respondió con una sonrisa cínica. 
– “¿Y para qué quieres pasar el examen?”, continué. 
– “Para aprobar la materia.”
– “¿Y para qué quieres aprobar la materia?”
– “Para obtener un título.”
– “¿Y para qué quieres un título?”
– “Para ejercer como abogado.”
– “¿Y para qué quieres ejercer como abogado?”
– “Para ganar dinero”.
– “¿Y para qué quieres ganar dinero?”
– “Para comprar lo que quiera.” 
– “¿Y para qué quieres comprar lo que quieras?”
– “Pus nomás”, fue su última respuesta.

¿Cuál es la causa final de la acción de estar escuchando mi clase? ¿Cuál es la respuesta verdadera? ¿Cuál es la mejor respuesta? Todas son causas finales y todas son respuestas verdaderas, pero sólo la causa final última (la respuesta definitiva) hace que todas las causas finales intermedias tengan sentido y razón de ser. Puede decirse que en el fondo, el alumno está en mi clase para poder “comprar lo que quiera”. Pero a la pregunta por la causa final de comprar lo que quiera no existe una respuesta satisfactoria. “Pus nomás” es sinónimo de “porque sí”, que a su vez es sinónimo de “para nada”. Quiere poder comprar lo que sea porque sí, porque en el fondo no encuentra una razón ulterior para darle sentido a su acción. “Para nada” es la causa última de estar escuchando mi clase. Si está escuchando mi clase para nada, bien podría mejor no escucharla en absoluto. 

Si somos amables con el alumno, podemos reinterpretar sus respuestas y hacerlas más elocuentes. Pensemos que el sujeto quiere poder comprar cosas porque aquello le da una satisfacción de algún tipo, y quiere obtener esa satisfacción porque quiere ser feliz, y la felicidad es el fin oculto que persiguen todas las acciones humanas, como sostiene Aristóteles. Pero ¿para qué queremos ser felices? Si la vida termina con la muerte, ¿puede uno aspirar a la felicidad, aunque sea pasajera? Quizá otras criaturas, pero no el hombre. El hombre no puede satisfacerse con las realidades que perecen.

El ser humano experimenta los gozos y los sufrimientos de su vida de una forma peculiar, porque es una realidad consciente. No sólo goza, sino que sabe que goza; no sólo sufre, sino que sabe que sufre. De esta conciencia brotan espontáneamente una serie de cuestionamientos que desafían el sentido de la propia existencia. En el fondo de cada experiencia gozosa, se esconde la tortura de su finitud; dentro del deseo de contener lo que más se atesora, se escucha el grito de rebeldía de su fugacidad. Cuando estamos en una fiesta, sentimos una especie de infortunio porque sabemos que en un momento más se termina; cuando estamos viviendo unas buenas vacaciones, aparece la sombra de su inevitable término. Quizá eso puede tolerarse, porque sabemos que las vacaciones no serían vacaciones si no estuvieran ubicadas dentro de su límite temporal. Pero cuando dirigimos la mirada a las realidades que consideramos absolutas, no negociables, el drama brota con toda su fuerza. ¿Quién está contento con un cosmos que se va a devorar a su familia? Voltea a ver a tu esposa, a tus hijos, a todo lo que consideras bueno y bello, y ahora piensa que no tarda el universo en convertirlos en polvo. Di en fuerte “la existencia de mi hijo no tiene sentido, es un absurdo. Da igual cuándo desaparezca, pues la fauces de la oscuridad del tiempo están listas para masticarlo. La nada lo va a deglutir hasta que no quede ni recuerdo de él. No habrá fotos en álbumes que atestigüen que alguna vez existió. Si fue o no fue será completamente irrelevante. Si ganó el premio Nobel o fue condenado a muerte por criminal será indiferente. Si estudió ingeniería o vagó por las calles será irrelevante. Si fue virtuoso o vicioso no será siquiera un recuerdo”. Voltea a ver a la persona que más quieres y dile: “te llamas nada, no eres nada”. En cada instante de gozo canta la nostalgia que anuncia su desaparición. La existencia es una ilusión; se te acercó el bocado que te habría de deleitar y se te arrebató. La vida no sólo es vida; es muerte. De hecho es más muerte que vida. Cada momento que inicia, acaba en ese mismo instante, y desaparece para siempre; cada entrada es salida, cada llegada es huida, cada inicio es término; el inicio de la vida es el inicio de la muerte, y la vida es un instante, pero la muerte es para siempre.

Si no existe un relojero, no soporto mirar mi propia existencia dirigida a la tumba. No sólo a mí me devorará la nada; también acabará con mi familia y mis amigos; con mi país... La cultura, el arte, la tecnología, las grandes industrias, los esfuerzos por alcanzar un mundo mejor… Todo me acompaña a mi trágico destino silencioso. Mi planeta sin fronteras será polvo, el sol se apagará, todo el universo comparte conmigo mi triste camino. El cosmos se expande hacia un vacío frío e inhóspito, y las estrellas se apagan, y todo lo que está encendido en la bóveda celeste quedará en ruinas. Lo que alguna vez ocurrió no quedará ni siquiera en la memoria. En algún momento soñé, pero nada importó nunca. 

Ratzinger recuerda que el hombre se experimenta a sí mismo como contradicción, porque en él se tensan anhelos arrebatados por la finitud de su existencia, y nos trae a la memoria el testimonio impactante de Simone de Beauvoir que pudo transmitir con una sensibilidad exquisita este drama universal, y al mismo tiempo personalísimo: “en un caso privilegiado como el mío la vida encierra dos verdades entre las cuales no se da elección, hay que salir a su encuentro simultáneamente: la alegría de existir y el horror ante el fin”. Ante el horror del arrebato de todo lo que somos, explotan en el corazón del hombre tormentos irresistibles. Con una elocuencia soberbia atestigua de Beauvoir su experiencia ante la oscuridad de la muerte: “a veces la idea de disolverme en la nada, me es tan espantosa como antes. Llena de melancolía pienso en todos los libros que he leído, en todos los lugares que he visitado, en el saber que se ha acumulado que ya no existirá más. Toda la música, toda la pintura, toda la cultura, tantos vínculos: repentinamente ya no queda nada... Nada habrá sucedido. Veo ante mí los setos de avellano por donde corría el viento y oigo las promesas con que embriagaba mi corazón, cuando observaba esta mina de oro a mis pies, toda una vida que yacía ante mí. Se consumaron. Pero cuando ahora echo una ojeada a esta jovencita crédula, descubro llena de confusión de qué manera he sido engañada”.

El universo se nos presenta como una realidad asombrosa, bella y perfectamente afinada, con un diseño magnífico que despierta nuestros anhelos; nuestra vida brota en él buscando la felicidad y descifrando el sentido de la propia existencia. La realidad parece relevante y cada quién se experimenta a sí mismo como proyecto que merece desenvolverse y llevarse a cabo. Sin embargo, si no existe el Gran Relojero, todo esa experiencia primaria es un auténtico engaño, un espejismo, una promesa que no se puede cumplir, una ilusión, pero sobretodo una desilusión.
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Las citas de Beauvoir están tomadas de Ratzinger, J. Fe y futuro, p. 36, 38.


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